Te soñé.
No sé de dónde viniste ni por qué justo ahora,
pero llegaste con una risa que me hizo sentir en casa,
con una mirada que me desarmó sin miedo,
con una alegría que me recordó lo que es vivir con el corazón abierto.
Éramos amigos en ese sueño.
Jugábamos, compartíamos chistes, nos reíamos de todo.
Tu energía era contagiosa, ligera, traviesa.
Tu alma tenía ese tipo de luz que no encandila, pero calienta.
Y de repente, sin previo aviso… Te acercaste y me robaste un beso.
Un beso suave, con picardía.
Un beso que decía “estoy aquí” sin palabras.
Un beso que fue broma y promesa al mismo tiempo.
Y ese beso cambió todo.
Porque después de él, nunca más te alejaste.
Desde ese instante, fuiste compañía.
Fuiste baile en medio del supermercado.
Fuiste sonrisa cruzada en una reunión familiar.
Fuiste mano extendida para cuidar de los míos como si fueran tuyos.
Fuiste abrazo cuando el día pesaba.
Fuiste alegría cuando ni siquiera la pedía.
Jugabas conmigo, como si la vida no tuviera que ser tan seria.
Me mirabas con ternura, como si no tuvieras miedo de quedarte.
Y lo hiciste. Te quedaste.
No eras un salvador, ni una mitad perdida.
Eras alguien completo que eligió compartirse conmigo,
sin imposiciones, sin máscaras, sin promesas vacías.
Desperté de ese sueño con lágrimas en los ojos, no por tristeza, sino por el rastro tan real que dejaste. Por lo bello que fue sentirme amada sin esfuerzo, vista sin tener que gritar, sostenida sin tener que caer primero.
No sé quién eres.
No sé si llegarás un martes cualquiera o en medio de un aguacero.
Pero quiero que sepas que yo te soñé.
Y te estoy esperando con el corazón en calma y los pies firmes.
No para que vengas a completarme,
sino para que caminemos juntos —dos enteros que se eligen—
riendo, bailando, cuidando, amando… como en ese sueño.
Con ternura,
Milca








Deja un comentario